martes, 13 de octubre de 2009

NO ES TRISTEZA NI VÉRTIGO

No podían haber elegido otro momento peor para pedirme, exigirme, mejor, lo que comienzo a hacer, temblando de asombro, de impotencia, de asco: esperar en la antesala, sentado en el sillón, las piernas cruzadas, el corazón venga a latir en la camisa, la mirada en el vacío. No encuentran la botella, ¡vaya follón que han armado!, un revuelo como si la casa se incendiara. Temblando, lleno de asombro, de impotencia, de asco porque no es posible: recibir así de pronto una carta tan escueta, lacónica, impersonal, inhumana; con algunas alusiones a lo felices que éramos pero, en el fondo, fría, horriblemente fría. Hemos terminado para siempre, no puede ser, no puede ser. Diciéndome: “Vete, te vas a la mierda”.

Mi padre sale de su despacho, la camisa remangada, las manos en las sienes. Tal expresión de fastidio y crispación en el rostro que se le desfigura.”¿Qué pasa ahora?”.”Nada, que no encontramos la botella, ¡qué va a pasar!, ¿qué quieres que pase?”. Espero, en este abismo del conflicto familiar.

Espero, sin fuerzas para nada, en el limite de la paciencia: debí oponerme, decirles: ¡no!, tratar de explicarles la situación, que no estoy para bromas, para recados y menos de esta índole pero no obstante callo porque seria inútil: ya de por si mi situación aquí es difícil, tirante, complicadas las relaciones como para complicarlas aun mas, no sé, después de la bronca del otro día…por otro lado debo hacer algo, tomar alguna determinación, rápido, lo mas rápidamente posible, las mujeres son incomprensibles pero aun así…no hay quien entienda nada, esto ni ninguna cosa, te quería, Marta, ¡vaya si te quería!

Llegan triunfalmente del cuarto trastero enarbolando la botella buscada. Todos se ponen muy contentos, histéricos, diría yo.”Ahora solo resta llenarla”, dice mi madre. ¿Y yo que puedo hacer? Me levanto. En el patio el sol implacable de siempre, refulge en las blancas fachadas. Me siento incómodo, no hago más que sudar. Hace un calor del diablo. “En la calle Santa Clara, en el puerto –dice mi madre, acercándoseme con el pipi-, en el número dos”, añadiendo: Date prisa, que lo esperan”. En virtud de las reglas que el severo pudor imprime a la envoltura de objetos cuando se va por la calle, me habilitan un periódico provincial para que oculte el frasquito.¿Qué puedo hacer, Dios mío? Es que…lo que te quería no lo sabe nadie, ¿qué queda de ti? Oye, Marta, fíjate: yo de adolescente leia Las mil y una noches para compensarme. Había cosas bonitas, por ejemplo, mira: “Saboreo tu saliva como si fuera miel”, pero era horrible en el fondo, muy sucio, sabes, comprendes? No quisiera volver a las lecturas aquellas. ¿Qué queda de ti? Rememoro aquella tu mano posada , desmayada en la falda de flores (ese traje tan bonito que te has puesto en la primavera), tu rostro sonriente, inmóvil, la maravilla de tus ojos allí presidiendo tu geografía de mujer, tu piel cuando me mirabas, te quiero con toda mi alma, no he querido a nadie…

Pero todo se difumina en la memoria y temo este vértigo: también pienso en la carta que te tengo que escribir, se me figura demasiado larga, explicándote todo. No entiendo, no entiendo nada.Ciertamente allí estaba pesando como una losa la férrea oposición de tus padres pero, al fin y al cabo, de ese amargo e implacable condimento están regados muchos noviazgos y, mira, esas cosas se acaban superando, uno se acaba imponiendo a la familia hostil, te aceptan…que soy muy joven, bueno y que, que aun no terminé la carrera, bueno y que, ya la terminaré. Claro que te quería, horriblemente te queria (digo, “te quería”, me cago en la mar, ya hablo en pretérito) y te quiero, a mejor andabas con otro a la limón, cualquiera sabe, vete a saber, te tengo que escribir una carta, muy larga, en la que te voy a preguntar todo esto, ¿pero por qué, Marta querida?

Cargo con la orina, mi padre dice, me repite que, hale, que me de prisa. Malditas las ganas pero…tengo que aguantar lo que supone despedirme, recibir en la cara la sonrisita de un nebuloso familiar, bajar las húmedas escaleras y, sobre todo, llegar al resplandor de la calle vacía con la orina en bandolera. Todo esto me da un estupor, una tristeza, una pena que no puedo controlar, me encuentro mal, sensación de fiebre, el estomago me oprime. No va a ser fácil, desde luego, soportar esto.

Súbitamente me asalta la duda de si en la desproporción de la pena no estaré perdiendo un poco la dignidad. Si no me querías, Marta querida, ¿por qué no decírmelo, por que no me lo dijiste antes?

Avanzo por el profundo silencio de la Semana Santa de mi pueblo, calle abajo hasta la cuchilla de mar con sus cientos de miles de cristales de luz, pegándome a la derecha, donde está la raquítica sombra de este resol del carajo.

Me entra un brutal mido a que:¡ay cada tarde! Al volver de la Universitaria –lo recuerdas-, las siete de la tarde, caía, por ejemplo, la tarde de invierno, esa difuminación de los colores, andando por el frío, con el frío en la cara, dentro del frío, endiablado frío que te ponía la nariz colorada, mi Marta; tus piernas en las azuladas sombras, ¡que dulzura!, que temblor en los labios, juntos, en esa febril, humildísima , casi litúrgica realidad que significa estar juntos, la mano en la mano, tu brazo en mi cintura, tu mejilla, ¡tu mejilla!, fresca, lisa, tus líneas del rostro, ¡tan amadas!, que dulces nuestros besos al trote, tu saliva helada, tu mirada encendida de invierno, cuerpos los nuestros sudados, jugando a enfadarnos, ¿lo recuerdas?, ¡claro que si! , y luego volvernos, la enormidad de ver tu cuerpo aproximarse, nos detenemos, apenas rozándonos, sentirnos solos, una mirada furtiva a los lados por si hay guardias o curiosos, parcialísima pero bien profunda proximidad, tu aliento de azucarada virgen y un beso en la hendidura que forman los labios, el ir y venir de tu último respirar, todo eso, Marta.

¿Qué hago –tu dime-, en las horas esas que yo llamo horas-abismo, cuando se está solo? Y la tristeza sin contornos, incontrolable de flotar a la deriva, una angustia de caducidad y de malos presagios rondando en la cabeza, unas angustias cercándome como no te puedes hacer idea. Esos instantes que ¡antes llenos de ti! Y ahora y ¿ahora qué? Te quería mucho, Marta, la cosa mas querida del mundo, contigo las mejores horas de mi vida. He sido feliz, además: ¡de esto hace tan poco tiempo! La despedida, con los aires de provisionalidad que da la permanente ligazón de mi amor por ti.

Marta, Marta, Marta, te digo: en la despedida me despediste como despide una enamorada, te juro que no me lo esperaba que rompieses así, te voy diciendo como si te tuviera a mi lado, un poco en voz alta en el paseo donde llegué, el viento en las hojas de las palmeras, dentro del sonoro silencio: en la grava limítrofe con los jardines, miro hacia los pocos coches extranjeros aparcados en la carreterita, ni una nube en el cielo, a la derecha el hermético y mudo Ayuntamiento, el mar azul pálido, el fulgor del sol sobre las aguas hasta el horizonte en bruma de las cuatro de la tarde.

El paisaje de siempre. Tu estabas –palabra, ay, mi querida Marta- aquí aunque no estuvieras. Al otro lado de la calle que comienzo a recorrer, alguien, de la peña, seguro, al que no distingo, me saluda con la mano.

Se me ocurre, sentado en el banco (he hecho un pequeño alto para descansar) mirar tu foto. Te miro. Tu imagen, sonríe con una extraña mezcla de fatalidad y ternura. Parecía como si quisieras sonreír y no pudieras. No reacciono; quisiera reaccionar, pero no reacciono; no puedo., imposible, me quedo frío: estoy como embotado, sin sensibilidad.

Una sola idea acude a mi cerebro: cuando llegue a Madrid, ¿Qué haré sin ti? Además, otra cosa: vaya perspectiva, con los exámenes encima, mucho trabajo, todo el día encerrado en la pensión y sin ti, ¿y sin ti? Quiero verte, quisiera verte, ahora mismo, Vuelvo a meter la foto en la cartera, me levanto, cargo con el pis de la tía y llego al modesto paseo marítimo que tenemos aquí, un ensanche de la carretera, un mayor cuidado en los jardines, las espaciadas blancas luces curvas con las que hace poco iluminaron esta parte del pueblo. Unas gaviotas chillan sobre mi cabeza; lame el mar la estrecha caleta. Marta, cuanto, ¡Cuánto te quería!

El borde de tu falda, las rodillas presentidas en nuestra conversación, el poso del café con leche o su bajar garganta abajo, lo que supone que, ¿Cómo decirlo? Cada asignatura que se va aprobando sea, ¿cómo lo diría? Un alegrón tremendo que llena un día por entero porque ¡que tiempos de dicha!, este año contemplo!, si, si te quería una barbaridad digo (y me dio cuenta que en voz alta) atolondrado, al galope con la orina al costado, un poco mas y me achicharro; no son horas de pasear pis.

Te quería muchísimo, Marta, nuestros proyectos, el cariño que resulta que no me tenías y el que yo siento, ¡no hay que entienda un cariño así! Lo sublima todo, absolutamente todo, la fealdad de los deseos, por ejemplo a una mujer que va por la calle, los malos pensamientos en los sueños, la insolidaridad de los paseos nocturnos por ciertos barrios, el hecho mismo de haberse calentado la cabeza , antaño, con Las mil y una noches, porquería a todo pasto, la libido que dicen ahora, la libido marginada de las horas-abismo pero estás, estabas, tu y yo es, era bonito, a tu lado, un gran auténtico amor y ahora me dejas, ¿y ahora me dejas?
¡Mal ganas en este mal, horrible momento, de cargar con mi chata vida municipal, absurda. ¡Sobrellevar! que te estén todo el santo día dando la tabarra con mil chorradas -, …- ni modo de discutir, no es posible el dialogo. Ni leer tranquilo a veces ni te dejan. Y ahora la larga enfermedad de tía Eulalia. Miras para atrás y solo veas tías y más tías, fantasmas de tías en la memoria, Marta. Mira, Marta: aquí me tienes con el pipí de la pobre tía. Esto te lo cuento y nos hubiéramos reído mucho juntos.

¡Pobre tía Eulalia!, lo que ha sufrido, diez años padeciendo unos dolores insoportables, todos en el fondo deseando que se muera, un peso para todos. Ay, Marta: ¡no te puedes figurar el daño que me estás haciendo¡ sigo aguantando mecha, piso el resol que licua el asfalto, vaya horitas para transportar pis.
…En el puerto un pequeño pesquero descarga. Quisiera que me lo explicaras un poco , ¡o no? No basta con una carta sin mas, necesito saber, tengo derecho a saber. Es injusto esto,¡Marta!, ¡lo que te quiero!

Me detengo en la calle Santa Clara, en el número dos. En este momento, entrando en el zaguán, me entra una urgencia feroz, una desesperante prisa por salvar mi amor. ¿Posibilidades?: irme a Madrid 0 ¿escribirte?, tiene que haber algún modo, hay que hacer algo para detener esta disolución. La campanilla de la casa del analista suena suavemente. La puerta se abre y me interroga una figura femenina en la penumbra, digo el santo y seña: quien soy, filiación del pipí. Lo entrego con cuidado en las manos que me tienden. Me despido con un carraspeo. Desciendo hasta el sol de la calle, al viento marino, al silencio de la Semana Santa de mi pueblo. Aguanto firme, erguido en lo posible, esta asfixia don la maldita sensación irremediable de que me quedé sin ti.

Lo soporto malamente caminando en retirada entre los techos de paja de algunos chiringuitos abiertos: en la playa una maravilla de extranjera en bikini rojo juega con un balón en compañía de sus amiguitos, ¡bonito cuadro! Nunca se me dieron bien las “extranjeras”, para ligar sobre la marcha no sirvo, necesitaría meses para…Qué bonitas piernas tiene.

Marta, Marta, como es posible, ¡de veras! Acabar con todo, así, después, de todo este año, el de tercero, ¡anda!, que conseguimos aprobar casi todas las asignaturas, ¿te acuerdas? Te quiero mucho Marta pero se acabó todo!, ¡tu me explicarás por qué!
Y…me queda un rosario de encuentros contigo, traspasando juntos las estaciones, el otoñó, la Navidad limpia y luminosa, tu apareciendo, Marta, en la rosada bruma de la mañana, tu andar como lo único vivo y humano de la acera gris la que aun no llegó el sol. Accedo al paseo de las palmeras, bordeo con cuidado los jardincillos, enfilo mi calle. Sí, ahora mismo te escribo una carta preguntándotelo todo, esto no puede terminar así como así. ¡Si yo supiera escribir, quizá ¡ podría escribirte una carta emotiva, que te conmoviera pero, pero, ¿en que estoy pensando?...ya está aquí la falta de dignidad que temía en mis pensamientos pues ¿Qué iba a hacer? ¿Ponerme de rodillas y pedirte que no me abandonaras? Si que me gustaría escribir…

De ese modo podría escribir, reflejar eso de que de pronto te quedas solo, ¡pum!. Que se queda uno solo como ha tenido que quedar la tia Eulalia, ceñida en su férrea soledad porque, tiemblo de nuevo, a mi llegada a casa me dan la noticia de su repentina muerte. ¡Yo llevando orina y ella muriéndose! Pongo cara de pena, de haberlo sentido. Todo el mundo aquí hace eso; todo el mundo, mi familia, con cautela y astucia, pone cara muy seria. ¿Lo sienten?...hombre ¡un muerto es un muerto! Pero todo el mundo se alegra secretamente: claro, llegó la liberación (años y años la pobre tía sin conocer a nadie, haciéndoselo todo encima, incordiando lo indecible) pero reaccionamos con la actitud antípoda : en vez de dar saltos de alegría, como honestamente, correspondería, hacemos como que nos ponemos tristes, hablando bajo, algún hermanillo mío llora. Hasta incluso alguien (y porque siento asco, salgo a la terraza, y ¡zas! El endiablado calor otra vez): “Se ha ido al cielo, seguro; era tan buena; era tan buena, ni se quejaba ni nada la pobre, a pesar de sus dolores…”
En la terracilla, bañada del sol de media tarde, estoy solo: el pueblo, allá abajo, calcinado por el sol, parece como encogido, reducido por la temperatura y la luminosidad. La blanca espuma, la irrealidad y quietud del sol apenas se ve.
Enciendo un cigarrillo arrugado: a través de las celosías de las ventanas llega, amortiguado por el sólido silencio de la siesta, el trajín, el estupor gozoso de la muerte, las medidas que están tomando, tropiezos, las voces contenidas, un muerto es un muerto al fin y al cabo y la familia lo recibe siempre con las manifestaciones acuñadas en la ya larga tradición de los duelos.

Desde aquí veo maniobrar a un motocarro, allá en el paseo. Lo siento, tía Eulalia, y tu eternidad en ciernes, pero a mi, en este momento, lo único que me importa es que te perdí, Marta amada. Me doy cuenta que es tremendo y hasta despiadado la tía de cuerpo presente y yo pensando y tratando de recordarte, con la minuciosidad con que recuerda un enamorado a la mujer que, aquella mano en la mía, , mis sueños en los que tanto te tuve presente, mis recuerdos, el trascendente último beso , perdiendo ambos allí en la Castellana el equilibrio y tu luego perdiéndote en la maraña de gente que te ocultará, el gentío oque salta cuando el semáforo se abrió y que te absorbe , Marta, mi amor, amándonos en nuestra condición de hormigas ciudadanas, trocitos de biología flotando a la deriva., pero, ¿por qué, por qué Marta querida?
Aplasto el humo que la agonía del pitillo expulsa. Me apoyo en la casa invadida por la muerte. Entro en casa, te quería mucho, Marta, En el umbral de la habitación permanezco indeciso, huele a cerrado, huele mal y la cara de mi pobre madre que me empuja dentro muestra una tristeza un tanto desencajada, tropiezo con una silla, apoyo las manos que me tiemblan en el metal de la cama, ahora si que me acuerdo de ti, Marta, por primera vez, momentáneamente, me lleno de vida, ¡que bonito seria escribir!, no es tristeza ni vértigo; no es un sentimiento conocido.

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